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la bitácora del marqués

TRAGEDIA EN UN SOLO ACTO

TRAGEDIA EN UN SOLO ACTO

LA OLA

 

 

-¿Vamos al mar que está picado y se puede saltar olitas?- Me sugirió Arnaldo con los ojos brillantes de entusiasmo; y yo, en salvaguarda de la siempre difícil convivencia veraniega que se nutre de mutuas concesiones, abandoné el crucigrama que me tenía absolutamente apasionado, dije sí (oc en idioma provenzal) y me encaminé junto a mi cuñado (hermano de la esposa o esposo de la hermana) hacia el mar (gran extensión de agua salada).

  Aún en Buenos Aires y planeando ya las vacaciones en la Costa Atlántica, cuando parientes y amigos enumeraban con entusiasmo lo entretenido que era saltar olas, yo pensaba  íntimamente que tal arte o industria constituía una estupidez olímpica; y heme aquí y ahora, encaminándome hacia las inofensivas ondulaciones, con el buen  Arnaldo, un enamorado de las cosas simples.

  El mar rodea, entonces, mis pies y la sensación primera es –como siempre- glacial. Cruzo mis brazos sobre mis hombros cual estéril abrigo y continúo la ruta de Alfonsina. Me acerco, enseguida, a un nuevo momento crucial: el contacto del piélago con los testículos.

  Ya el agua se arremolina entre mis muslos  y doy estúpidos saltitos que solo sirven para dilatar por segundos el instante en que las bolillas tomen contacto con el líquido elemento y, automáticamente, en un impulso tan primario como la humanidad misma, aparezcan unas incontenibles ganas de orinar; difícil misión si se tiene en cuenta que el pirulín se encuentra aprisionado entre las mallas del suspensor.

  El agua ha llegado a mi abdomen y mi orina ya tiene el ecuménico destino de recorrer los sietes (¿siete?) mares.

  ¡Atención! Se acerca una olita.¡Hop! Ya la salté. Me siento un reverendo boludo. Arnaldo, de fiesta. ¡Otra olita! ¡Hop! Ya la salté también.

  Detrás de estas boludísimas olas, el mar es un manto sereno, con leves ondulaciones que irán a morir ,mansas, a nuestras espaldas, en la arena.

   De pronto una de esas leves ondulaciones comienza a crecer  con mayor intensidad de lo que venían haciéndolo; se va levantando sigilosamente, escondiéndose tras sus predecesoras. Agigantándose -concentrando en  segundos la potencia infinita de los océanos, la fuerza sobrenatural de las mareas- se estira inútilmente queriendo tocar el cielo  en un esfuerzo postrero, agónico. Su cresta se transparenta y, derrotada, comienza a doblarse  sobre sí misma y se deshilacha en espuma.

  Ante mí es un paredón majestuoso de agua.     

   Los hombres tenemos en la vida momentos cruciales en los que la vacilación y los titubeos no tienen cabida. Pero el hombre es el ser más débil de la creación. El mismísimo napoleón dudó antes de atacar en Waterloo y así le fue…   

    Ante el cariz que iban tomando los acontecimientos dudé entre retroceder estratégicamente o avanzar con ímpetu sobre la amenaza en ciernes y terminé victima de mi propia indecisión.

   Alcancé a oír la voz de Arnaldo, lejana, a kilómetros de distancia; pero no pude entender sus palabras, porque la cortina de agua, con su murmullo creciente, se fue rompiendo hasta estallar ante mí. De golpe todo se hizo blanco; todo tiene sabor a sal.

  Mis piernas se entrecruzan sin control, como bailando el charleston, hasta despegarse del suelo. La malla abandona el lugar que tenía asignado para enredarse, viscosa, entre mis rodillas. La línea del horizonte deja lugar al urticante verde oscuro y en mis oídos, el suave valsear de las olas se ha trocado por una estruendosa sinfonía marina. 

  De todos los avatares, el que más me preocupaba era la suerte de mi traje de baño y por ende de mis zonas vergonzosas. Por una elemental utilización de la lógica calculé que si  mi cabeza se hallaba en contacto con la arena, mis piernas estarían - con la malla como banderín- en posición de palo mayor apuntando al firmamento y, muy posiblemente, mi culo a la libre consideración de los señores turistas que invaden estas playas en los meses de estío.

  Pero como todo cambia - lo superficial y también lo profundo- ya no era mi cráneo el que se arrastraba por el fondo marino sino mi hombro y brazo izquierdo, mientras el derecho emergía en un dramático e involuntario saludo.

  La dignidad y el orgullo de una persona son capaces de las hazañas más grandiosas. Si la fe mueve montañas, bien podría resistir los ímpetus oceánicos.

  Así como decía Dany Kaye en el personaje de “El Coronel y Yo”, en la vida siempre hay dos posibilidades, y yo me hallaba en ese dilema: o dejar que la ola me maltratara como a un navío después del naufragio u oponer los brazos a ese torrente de calamidades y darle fin con atrevida resistencia.

  A un hombre de mi entereza no le quedaba sino optar por la segunda de las posibilidades.

Saqué - entonces- fuerzas de flaqueza para clavar los dedos de mi mano izquierda en el suelo marino y aguantar el embate de Neptuno.

  Acumulé todas mis energías en un lugar y en un segundo y crispé potente mi siniestra; mas lo que quedó entre mis manos fue solo el fatuo soplar de la brisa.

  ¿Qué había sucedido? Muy sencillo: Como el Poseidón, mi cuerpo había dado una vuelta de campana y mi brazo izquierdo era  el que tenía la dicha de estar en la superficie, mientras mi lateral derecho se mancillaba contra la arena.

   Ya no había dudas: mi níveo trasero, retaceado desde mi infancia a la acción de los rayos ultravioletas, era la parte que asomaba sobre el proceloso seno. ¡Mas no! ¡No podía ser! Si ahora se estaba puliendo con la lija gruesa de areniscos, conchillas y almejas.

   No tenía opción. Decidí rendirme y dejar al mar realizar su cometido. Y como no hay mal que dure cien años y siempre que llovió, paró, el brutal torbellino me depositó en la playa como a un Crusoe humillado.

  Quedé sentado, con las piernas abiertas, la malla ala altura de los tobillos y mi pirulín meciéndose al ir y venir del agua, con su boquita que parecía cantarme “la mar estaba serena, serena estaba la mar”; mis brazos hacia atrás, sosteniendo mi esqueleto de Quijote abatido, y mi boca escupiendo arena, sal y peces.

  Como un rayo divino, un destello de lucidez iluminó mi inundado cerebro. En aquel momento comprendí lo que Arnaldo me había gritado antes de la catástrofe. Había dicho: “!Pascual, cuidado con esa ola!”

    

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